martes, 2 de octubre de 2012

Un fragmento de 1984

Si hay alguna esperanza, escribió Winston, está en los proles.

Si había esperanza, tenía que estar en los proles porque sólo en aquellas masas abandonadas, que constituían el ochenta y cinco por cierto de la población de Oceanía, podría encontrarse la fuerza suficiente para destruir el Partido. Éste no podia descomponerse desde dentro. Sus enemigos, si los tenía en su interior, no podían de ningún modo unirse, ni siquiera identificarse mutuamente. La rebeldía no podía pasar de un destello en la mirada o determinada inflexión en la voz, a lo más, alguna palabra murmurada. Pero los proles, si pudieran darse cuenta de su propia fuerza, no necesitarían conspirar. Les bastaría con encabritarse como un caballo que se sacude las moscas. Si quisieran podrían destrozar el Partido mañana por la mañana. Desde luego, antes o después ocurrirá. Y, sin embargo...
[...]
Hasta que no tengan conciencia de su fuerza, no se rebelarán, y hasta después de haberse rebelado, no serán conscientes. Este es el problema.

Winston pensó que sus palabras parecían sacadas de uno de los libros de texto del Partido. El Partido pretendía, desde luego, haber liberado a los proles de la esclavitud. Antes de la Revolución, eran explotados y oprimidos ignominiosamente por los capitalistas. Pasaban hambre...Pero, simultáneamente, fiel a los principios del doblepensar, el Partido enseñaba que los proles eran inferiores por naturaleza y debían ser mantenidos bien sujetos, como animales, mediante la aplicación de una cuantas reglas muy sencillas. [...] El duro trabajo físico, el cuidado del hogar y de los hijos, las mezquinas peleas entre vecinos, el cine, el fútbol, la cerveza y, sobretodo, el juego, llenaban su horizonte mental. No era difícil mantenerlos a raya. Unos cuantos agentes de la Policía del Pensamiento circulaban entre ellos, esparciendo rumores falsos y eliminando a los pocos considerados capaces de convertirse en peligrosos; pero no se intentaba adoctrinarlos con la ideología del Partido. No era deseable que los proles tuvieran sentimientos políticos intensos. Todo lo que se les pedía era un patriotismo primitivo al que se recurría en caso de necesidad para que trabajaran horas extraordinarias o aceptaran raciones más pequeñas. E incluso cuando cundía entre ellos el descontento, como ocurría a veces, era un descontento que no servía para nada porque, por carecer de ideas generales, concentraban su instinto de rebeldía en quejas sobre minucias de la vida corriente. Los grandes males, ni los olían. La mayoría de los proles ni siquiera era vigilada con telepantallas.
[...]
Sacó del cajón un ejemplar del libro de historia infantil que le había prestado la señora Parsons y empezó a copiar un trozo en su diario:

En los antiguos tiempos [decía el libro de texto] antes de la gloriosa Revolución, no era Londres la hermosa ciudad que hoy conocemos. Era un lugar tenebroso, sucio y miserable donde casi nadie tenía nada de comer y donde centenares y millares de desgraciados no tenían zapatos que ponerse ni siquiera un techo bajo el cual dormir. Niños de la misma edad que vosotros debían trabajar doce horas al día a las órdenes de crueles amos que los castigaban con látigos si trabajaban con demasiada lentitud y solamente los alimentaban con pan duro y agua. Pero entre toda esta horrible miseria, había unas cuantas casas grandes y hermosas donde vivían los ricos, cada uno de los cuales tenía por lo menos a treinta criados a su disposición. Estos ricos se llamaban capitalistas. Eran individuos gordos y feos con caras de malvados como el que puede apreciarse en la ilustración de la página siguiente. Podéis ver, niños, que va vestido con una chaqueta negra larga a la que llaman "frac" y un sombrero muy raro y brillante que parece el tubo de una estufa, al que llamaban "sombrero de copa". Este era el uniforme de los capitalistas, y nadie más podía llevarlo; los capitalistas eran dueños de todo lo que había en el mundo y todos los que no eran capitalistas pasaban a ser sus esclavos. Poseían toda la tierra, todas las casas, todas las fábricas y el dinero todo. Si alguien les desobedecía, era encarcelado inmediatamente y podían dejarlo sin trabajo y hacerlo morir de hambre. Cuando una persona corriente hablaba con un capitalista tenía que descubrirse, inclinarse profundamente ante él y llamarle señor. El jefe supremo de todos los capitalistas era llamado el Rey y...

Winston se sabía toda la continuación. Se hablaba allí de los obispos y de sus vestimentas, de los jueces con sus trajes de armiño, de la horca, del gato de nueve colas, del banquete anual que daba el alcalde y de la costumbre de besar el anillo del Papa. [...]
¿Cómo saber qué era verdad y qué era mentira en aquello? Después de todo, podía ser verdad que la Humanidad estuviera mejor entonces que antes de la Revolución. La única prueba de lo contrario era la protesta muda de la carne y los huesos, la instintiva sensación de que las condiciones de vida eran intolerables y que en otro tiempo tenían que haber sido diferentes... La vida no se parecía, no sólo a las mentiras lanzadas por las telepantallas, sino ni siquiera a los ideales que el Partido trataba de lograr. [...]
La realidad era, en cambio: lúgubres ciudades donde la gente, apenas alimentada, arrastraba de un lado a otro sus pies calzados con agujereados zapatos y vivía en ruinosas casas del siglo XIX en las que predominaba el olor a verduras cocidas y retretes en malas condiciones.
Volvió a rascarse el tobillo. Día y noche las telepantallas le herían a uno el tímpano con las estadísticas según las cuales todos tenían más alimento, más trajes, mejores casas, entretenimientos más divertidos, todos vivían más tiempo, trabajaban menos horas, eran más sanos, fuertes, felices, inteligentes y educados que los que habían vivido hacía cincuenta años. Ni una palabra de todo aquello podía ser probada ni refutada....
Era como una ecuación con dos incógnitas. Bien podía ocurrir que todos los libros de historia fueran pura fantasía.
[...]

Se preguntó, como ya había hecho muchas veces, si no estaría él loco. Quizás un loco era sólo una "minoría de uno". Hubo una época en que fue señal de locura creer que la Tierra giraba en torno al Sol: ahora, era locura creer que el pasado es inalterable. Quizá fuera el único que sostenía esa creencia y, siendo el único, estaba loco. Pero la idea de ser un loco no le afectaba mucho. Lo que le horrorizaba era la posibilidad de estar equivocado.

Cogió el libro de texto infantil y miró el retrato del Gran Hermano que llenaba la portada. Los ojos hipnóticos se clavaron en los suyos. Era como si una inmensa fuerza empezara a aplastarle a uno, algo que iba penetrando en el cráneo, golpeaba el cerebro por dentro, le aterrorizaba a uno y llegaba casi a persuadirle de que era de noche cuando era de día. Al final, el Partido anunciaría que dos y dos son cinco y habría que creerlo. Era inevitable que llegara algún día al dos y dos son cinco. La lógica de su posición lo exigía. Su filosofía negaba no sólo la validez de la experiencia, sino que existiera la realidad externa. La mayor de las herejías era el sentido común. Y lo más terrible no era que le mataran a uno por pensar de otro modo, sino que pudieran tener razón. Porque, después de todo, ¿cómo sabemos que dos y dos efectivamente son cuatro? O que la fuerza de la gravedad existe. O que el pasado no puede ser alterado. ¿Y si el pasado y el mundo exterior sólo existen en nuestra mente y, siendo la mente controlable, también puede controlarse el pasado y lo que llamamos realidad?
[...]
El Partido os decía que negaseis la evidencia de vuestros ojos y oídos. Esta era su orden esencial. EL corazón de Winston se encogió al pensar el enorme poder que tenía enfrente, la facilidad con que cualquier intelectual del Partido lo vencería con su dialéctica, los sutiles argumentos que él nunca podría comprender y menos contestar. Y, sin embargo, era él, Winston, quien tenía razón. Los otros estaban equivocados y él no. Había que defender lo evidente. El mundo sólido existe y sus leyes no cambian. Las piedras son duras, el agua moja, los objetos faltos de apoyo caen en dirección al centro de la Tierra... Con la sensación de que hablaba con O'Brien, y también de que anotaba un importante axioma, escribió:

La libertad es poder decir que dos y dos son cuatro. Si se concede esto, todo lo demás vendrá por sus pasos contados.


George Orwell, 1949

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